Poemas completos | Néstor Perlongher

Ficha técnica

Título: Poemas completos de Néstor Perlongher.
Edición y prólogo: Roberto Echavarren.
Editorial: La flauta mágica.
Formato: Tapa blanda.
Año de edición: 2012.
Páginas: 375.

Sinopsis

“Hay cierta tendencia a pensar la expresión poética como subjetividad, como expresión del ego. Entonces la poesía queda oscilando entre la sentimentalidad y el narcisismo. Sin embargo, pienso que lo importante de la poesía es esa posibilidad de pasar a un orden de lo alucinante. Este es el extremo de la intensidad que tiene que ver con el éxtasis. Por eso el lenguaje de la poesía se aparta del orden del discurso convencional. Remitiría, el lenguaje poético, más a un flujo que está circulando por abajo y que tiene que ver con la alucinación” — Néstor Perlongher.


Opinión personal

Como integrante de este blog hecho-a-pluma(¿pulmón?)-y-corazón, me siento en la obligación de recordar y resaltar algo fundamental cuando hablamos de literatura, arte o cultura en general: aquello que elegimos (no) leer, (no) escribir, (no) escuchar, (no) contemplar, bien lejos se encuentra de la ingenuidad o inocencia. Toda selección a la hora de decidir qué consumir y/o producir es al mismo tiempo una operación ideológica, es decir, una toma de posición, un situarme de determinada manera en el mundo moldeado por mi manera de ver, percibir y entender la realidad.

Dicho esto, y dada la proximidad del Día del Orgullo LGBTQ, es más que evidente la imperiosa necesidad que nos lleva a poner ahí el foco y, de ese modo, visibilizar ciertas cuestiones. Qué mejor manera de hacerlo, pienso, que trayendo a escena a uno de los más grandes referentes nacionales en el campo de las “disidencias” (término inherentemente problemático): Néstor Perlongher.

En esta ocasión, nos centraremos únicamente en su vasta producción poética, dejando de lado su vertiente ensayística y prosística. La flauta mágica ha delicadamente bordado un exquisito trabajo sobre sus Poemas completos, compuestos por un prólogo (bastante esclarecedor para la iniciación perlongheriana) de Roberto Echavarren (a cargo de esta edición), 6 poemarios (Austria-Hungría, Alambres —que incluye Frenesí y Cadáveres—, Hule, Parque Lezama, Aguas aéreas y Chorreo de las iluminaciones) y una compilación de ensayos interesantes para reflexionar sobre algunas aristas centrales de la poética de Perlongher.

Para acercarnos de a poco a esta obra, que a simple vista puede parecer huraña o esquiva (característica inconfundible de la corriente neobarroca —neobarrosa en términos perlongherianos— en la que se enmarca), para comenzar nuestra lenta y progresiva inmersión en la avalancha de estas figuraciones borrosas y empantanadas, puede ser de gran ayuda detenerse en el modo en que Echavarren define a Perlongher: un mutante que milita. Así, como dos caras de la misma moneda aparecen, por un lado, la intervención política de su literatura e incluso el accionar concreto en la realidad (no es un detalle menor, por ejemplo, que haya sido fundador del Frente de Liberación Homosexual en nuestro país) y, por el otro, la condición de “mutante”, una nebulosa de límites difusos donde reina la indistinción y dispersión de la identidad, un nomadismo de devenires que licúan al yo “arrastrado / a una velocidad que desbarranca / cualquier ilusión de sujeción” (121).

El aspecto histórico-político (por ende, más referencial) puede verse sobre todo en la primera etapa de la producción de Perlongher. Sin embargo, esta cercanía con lo real tiene que ver menos con una pretensión de reflejo o denuncia directa, que con dejar filtrar estos materiales a través del tamiz caleidoscópico y deformante de la palabra poética. De este modo, en Austria-Hungría (1980), su primer poemario, leemos coqueteos con el peronismo o escenas de guerra como en una “Canción de amor para los nazis en Baviera”, pero donde el sentido estalla y se dispersa rizomáticamente:

“Más acá o más allá de esta historieta / estaba tu pistola de soldado de Rommel / ardiendo como arena en el desierto / un camello extenuado que llegaba al oasis / de mi orto u ocaso o crepúsculo que me languidecía / y yo sentía el movimiento de tu svástica en las tripas” (19).

En el mismo espectro podemos ubicar la propuesta “neogauchesca” con que inicia Alambres (1987) —el uso libre y juguetón de la tradición, la construcción estrábica de un imaginario criollo signado por el homoerotismo de los paisanos y la configuración espacial de la “nalguicie”— o la repetición del potente sintagma “Hay Cadáveres” en el poema más extenso de este libro, cuyo tono más próximo a la denuncia va desfigurándose con el correr de las estrofas: de “en ese soslayo de la que no conviene que se diga, y / en el desdén de la que no se diga que no piensa, acaso / en la que no se dice que se sepa...” (79) —que podríamos conectar fácilmente con la aplicación sistemática de violencia durante la última dictadura— saltamos abismalmente a versos de experimentación casi irreverente como “En la conchita de las pendejas / En el pitín de un gladiador sureño, sueño / En el florín de un perdulario que se emparrala, en unas / brechas, en el sudario del cliente / que paga un precio desmesuradamente alto por el polvo, / en el polvo / Hay Cadáveres” (82). Un poco más adelante, ya en el tercer poemario perlongheriano, Hule (1989), aparecerán como últimos destellos de este anclaje más contextual “El hule” (que sobrevuela la tortura y desaparición) y “El cadáver de la Nación”, con el culto al cuerpo momificado de la Santa Eva, esa princesa ordinaria de la que se habla con total desparpajo:

“que no hieda a pobre semen el tocado la redecilla del rodete el tibio tul que ha de velar, una vez tiesa, estas pupilas que han visto desfilar carrozas y las verán desde lo alto de lo más bajo donde muevo la cítara de la multitud” (133).

El otro rasgo característico de la poética de Perlongher (lo mutante) nos lleva a pensarla como cantos carnales. Cantos que captan intensidades exacerbadas (entendidas deleuzianamente). Poesía que se nutre de experiencias que tocan el cuerpo, lo ponen a prueba, lo desestabilizan, llevándolo al límite de su destrucción, rompiendo y trascendiendo cualquier ilusión de identidad estable (propia de la pretensión cómodamente organizadora de cualquier –ismo). Lo que se pone en juego, entonces, es lo sublime, ese enfrentarse a un placer o dolor intensificados hasta el punto de exceder nuestra resistencia carnal.

Ahora bien, son múltiples las operaciones que se despliegan para lograr una verdadera convulsión de los cuerpos. Dos de ellas (únicas constantes a lo largo de toda la obra de Perlongher) se asoman ya en los fragmentos citados: el desenfreno erótico y la incisión violenta sobre la carne, muy ligados entre sí (influencia notoria de las teorizaciones de Georges Bataille). Este festival sanguinolento y brioso de cuerpos líquidos y entremezclados que se confunden uno sobre otro tiene lugar en las periferias del deseo, donde eros y violencia son una y la misma cosa:

“y en vez de latiguear penetra / macizamente, la boca se abre como una gruta / a la que le es mordaza, pero gime / y el ruido / de esa masticación o rellanillo / rellena, corcovas de giba, la mucosa / o la saliva que se digladia y rueda, el beso del hombre / sobre el hombro, el pis del hombro / por las raspaduras de los labios / y las ojeras de violeta tul / que dan cadencia al arrimarse / de la pierna al tonsudo balanceo / de la nalga, en el cansino swing / de un silencio ritual, transido acaso / no por un trance sino por el oco de otros ecos” (146).

Como vemos, la constelación del erotismo perlongheriano se constituye a partir de la embestida salvaje, la fluidez queer que trae la figura de la loca/marica/travesti, la frontera porosa con el asco y el enchastre abyecto. Sumado a esto, el plano del significado de los versos es sorteado y dinamitado a partir de su resonancia en un estado de conciencia cercano al trance; la palabra vuelta sobre su propia reverberación permite así la configuración de una erótica sonora.

A partir de la experimentación con la marihuana y, sobre todo, con la ayahuasca en el rito del Santo Daime, aparece en Aguas aéreas (1990) el éxtasis divino de los psicoactivos como un nuevo instrumento de espasmo y contorsión corporal. La ondulación espiralada de la luz y del agua (que luego reencontraremos en Chorreo...) da cuenta de la errancia vertiginosa de la ascensión espiritual que conlleva la alucinación vegetal, un rapto fugaz y epifánico, el dejarse llevar y “ser arrastrado, en el remolineo de las hélices por el torrente pantanoso” (180) cuando “pasa un Nilo / la fuerza de una bruta / corriente, un movimiento / de continuada velocidad” (178). Esta zambullida ritual en las iridiscencias selváticas nos regala una sucesión titilante de escenas hipnóticas, donde la sinestesia cobra protagonismo:

“un punto en las aguas que daban al bosque la titilación incesante de sus cabellos que eran alas de mariposas imperiales haciendo ondas acuáticas en el árbol del aire y el gorjeo de los pájaros amarillos azules agregaba una coloración fugaz intempestiva a la música de masas húmedas” (195).

Ya en el último tramo de su obra, Perlongher incorporará otro elemento para abordar lo sublime: la descomposición de la carne, el ir-hacia-la-muerte (“Ahora que me estoy muriendo” no cesará de repetir en “Canción de la muerte en bicicleta”). A esta faceta decadente accedemos hoy gracias a la publicación póstuma de Chorreo de las iluminaciones (1992), donde confluyen todos los rasgos de la poética perlongheriana en una tensión problemáticamente armoniosa. Se desata el frenesí negativo de una fatal carrera hacia la extinción. Los hedores cadavéricos de la putrefacción mórbida infectan y carcomen los cuerpos leprosos, gélidos, tiesos en cada una de las estrofas del poemario con un tono desgarrador y melancólico:

“Ve, muerte, a ti. / [...] Escondida que no seas descubierta. / Pues una vez presente todo lo vuelves ausencia. / Ausencia gris, ausencia chata, ausencia dolorosa del que falta. / No es lo que falta, es lo que sobra, lo que no duele. / Aquello que excede la austeridad taimada de las cosas / o que desborda desdoblando la mezquindad del alma prisionera. / Mientras estamos dentro de nosotros duele el alma, / duele ese estarse sin palabras suspendido en la higuera / como un noctámbulo extraviado” (245).

Cantos carnales, dije más arriba. También mencioné que mi interés iba dirigido hacia la poesía de Perlongher, ¿pero por qué?, ¿por qué no su prosa? Él mismo lo ha expuesto en estos términos: “Hay quienes cantan y quienes cuentan. / El cuento implica una moral, para el que escucha unos deberes. / El canto invoca divinidades y hace rodar en las alturas / gases de gasa voluminosa en la rejilla de saetas, / la voz es pura iridiscencia” (212). Leo, asiento. No hay goce comparable con la tremulación de las profundidades del ser, esa delicada precipitación, esa agitada crispación doblegante, el desboque incontrolable al que nos enfrentamos si aceptarnos hundirnos y dejarnos llevar por el torrente arremolinado y fulgurante con que nos avasalla la palabra poética.




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