Diarios | Alejandra Pizarnik

Ficha técnica

Título: Diarios.
Autora: Alejandra Pizarnik.
Editorial: Lumen (edición a cargo de Ana Becciu).
Formato: Tapa blanda.
Año de edición: 2016.
Páginas: 504.

Sinopsis

«Una constante de los diarios de escritores es que otros se encarguen de publicarlos póstumamente. Estas publicaciones podrían dar la impresión de ser una violación de la intimidad del diarista, pero no cabe duda de que, al conservarlos, el escritor está indicándonos que es consciente del valor intrínseco que tienen. Eso es aún más evidente en el caso de Alejandra Pizarnik, ya que conservó sus cuadernos hasta el último momento», comenta Ana Becciu en la nota que acompaña esta nueva edición, corregida y ampliada, con muchos fragmentos reveladores que hasta ahora nunca habían visto la luz, de los diarios de una mujer que convirtió su angustia en un destilado de palabras duras y hermosas.

Su obsesión por escribir, sus dudas, y sus ganas de comer, fumar y amar con voracidad hasta que el cansancio la derrumbaba... todo quedó apuntado en cuadernos y papeles sueltos que por fin han encontrado su lugar. Aun hoy, cuando ya se han cumplido cuarenta años de su muerte, la voz de Pizarnik acompaña al lector en un viaje donde la literatura importa y la vida duele.

«A veces me gustaría registrarme por escrito en cuerpo y alma: dar cuenta de mi respiración, de mi tos, de mi cansancio, pero de una manera alarmantemente exacta, que se me oiga respirar, toser, llorar, si pudiera llorar.»
Alejandra Pizarnik, París, 3 de agosto de 1961


Opinión personal

Tratar de comprender y sistematizar el paso indeleble y arrollador de estos diarios por mi subjetividad lectora ha sido una de las tareas más desafiantes que encaré a la hora de hacer crítica literaria. Es que leer a Alejandra implica volver a mi pubertad, esa temprana adolescencia donde la indefensión del no reconocerse a unx mismx era la única constante. Leer a Alejandra es sentirme otra vez esa inerme niña-ya-no-tan-niña que comenzaba a abrirse tímidamente al mundo, perpleja y atemorizada, bombardeada por inseguridades e interrogantes irresolubles, cuya sexualidad en flor atropellaba desde el desconcierto. Leer a Alejandra (es tal la cercanía que no puedo —ni quiero— llamarla de otro modo) es, en mi caso, un reencuentro con el primer amor. El corazón entero se pone en juego. Prevenidxs están: nada habré de decir sobre ella más que lo que dicte el estremecimiento agudo y lacerante de mis entrañas.

Los diarios alejandrinos, sobre los que ha trabajado cuidadosamente Ana Becciu, fueron el desvío que encontró nuestra poetisa a lo largo de su vida como válvula de escape frente a la hostilidad de un mundo inmenso e inaprehensible, una "prenda íntima" donde vomitar aquello que corroe desde lo más hondo de la propia interioridad. Los cuadernos y papeles recopilados en esta edición, que abarcan el período 1954-1971, componen un canto desgarrado a la oscuridad más honda, donde al miedo y a la angustia se los habita:

“A veces me pregunto si mi enorme sufrimiento no es una defensa contra el hastío. Cuando sufro no me aburro, cuando sufro vivo intensamente y mi vida es interesante, llena de emociones y peripecias. En verdad, sólo vivo cuando sufro, es mi manera de vivir. Pero algo en mí no quiere sufrir. Algo quisiera observar y callar, analizar y tomar nota. (La novelista que llevo dentro, y que cuándo pero cuándo se va a decidir a escribir). La consideración de mi vida me da vértigos. Me veo en el pasado, me imagino en el futuro, y todo comienza a girar, y todo es demasiado grande, inabarcable, mi vida es demasiado grande para mí; tal vez yo no me merezco, tal vez yo soy demasiado pobre para poder aceptar y contener todo lo que he vivido y sufrido. (Esta sensación de escisión de mi ser me aterroriza. Es constante)” (180-181).

Apelar al papel se vuelve, entonces, una (sino la única) posibilidad (¿o necesidad?) de exorcismo; un modo de sosegar el ahogo, de evitar el atragantamiento al escupir la náusea intolerable que causa el sinsentido del mundo. Y precisamente, acaparando de manera obsesiva el curso de las digresiones, es este punto sobre lo que no cesa de hablarse una y otra vez: la distancia insalvable entre un yo lejano, sordo y ciego para la realidad, y un afuera tangible que le es negado por su condición de extranjería. Este desarraigo del no-estar-en-el-mundo y la seguridad de asumirse expulsada tienen que ver con un "pensamiento agujereado", la extrañeza y extrañamiento de una percepción distorsiva de lo concreto. La consecuencia más inmediata es un vínculo hiperproblemático con el lenguaje, signado por la abstracción exacerbada, de la que se reniega con desesperación:

“las cosas me horrorizan, los actos me son fatales, amo hacer el amor en la oscuridad, ámbito de transmutaciones, donde tu rostro es todos los rostros y tu cuerpo es el cuerpo en general, demencialmente puro. [...] Ésta es mi enfermedad. Enfermedad de lejanía, de separación. [...] Aún muerta me hundirán en la Gran Nada y no en la humilde ausencia de Alejandra, que quiso ser poeta y se perdió por exceso de lenguaje abstracto” (273).

El abismo trazado entre poeta y vida se agudiza con la errancia fragmentada de la imaginación alejandrina, un suceder anímico disperso en lo múltiple, un discurrir interno que vaga entre disociaciones. La sed de realidad —nostalgia del límite— contrasta duramente con esta falta de columna vertebral del universo introspectivo:

“Mi actividad mental consta de un suceder de imágenes vertiginoso, recuerdos desordenados, palabras que se van en cuanto trato de apresarlas (como un ladrón huyendo del que sólo se ve el extremo del saco, al doblar una esquina). ¡Es desesperante! Trato de llegar a cierta coherencia pues no es posible seguir tan despegada de mí misma” (41).

Frente a la discontinuidad desbordante de visiones y alucinaciones, la escritura debe correr un gran riesgo: engendrar monstruos disonantes. Una frontera titánica se tiende entre las palabras y las cosas.

“La palabra deseada, la que se hará dulcemente entrar en el viento. Y yo, filóloga inerte, miro izarse a la deseada, virgen innombrablemente mágica en mi cerebro primitivo. [...] Y he sufrido con las palabras de hierro, con las palabras de madera, con las palabras de una materia excepcionalmente dura e imposible. Con mis ojos lúbricos he pulsado las distancias para que mi boca y las palabras se unieran furiosamente” (189).

El acento o la palabra justa. O escribir en trance, espiraladamente, "a vuelapluma", sacrificando la exactitud de la palabra en nombre de la irracionalidad del arrebato, dejándose invadir por una voz urgente y lejana, dejándose hablar por ese Otro que reside dentro; o, en pos de un lenguaje puro que acabe con la incoherencia, matar la premura, anular el exorcismo, detenerse en el muro de dura piedra, demorando y ahuecando cada frase hasta volverla lápida, disecando y fijando el poema que desfallece inmóvil.

“Mi estilo es o será, por fuerza, artificioso. A causa del vacío, a causa de tu imposibilidad de apoderarte del lenguaje. El lenguaje me es ajeno. Ésta es mi enfermedad. Una confusa y disimulada afasia. [...] Enfermedad de la atención o enajenamiento. Todo tiene nombre pero el nombre no coincide con la cosa a la que me refiero. El lenguaje es un desafío para mí, un muro, algo que me expulsa, que me deja afuera” (286).

En los diarios pizarnikianos, el lenguaje reaparece constantemente como problema, pero abordado desde sus múltiples facetas: la tensión entre literatura y vida, la apuesta por el automatismo o el esteticismo, una materialidad lingüística que se resiste (la inaccesible gramática del español y una opresión física que provoca dificultades orales), la desarticulación de la escritura (junto con una entonación peculiar al hablar) gracias a una percepción alternativa del ritmo (no captando la melodía de una frase en tanto cadencia armónica, sino de manera quirúrgica, tajante y aislada).

El recorrido es aporético. Lo real se presenta ante la poeta mediante un choque violento que produce un mareo insostenible. En el intento por ponerle un límite y así no morir de asfixia, la hija del aire busca escriturar(se), pero su mirada de sonámbula rigidiza lo viviente; el lenguaje indómito se retuerce librando una batalla tortuosa donde siempre triunfa. Para que la poesía nazca, la enamorada del viento abraza con resignación su derrota y da un paso atrás, plegándose en retirada: se entrega, agotada, a que "algo" o "alguien" que brama desde sus vísceras la posea y dé a luz a la monstruosidad más auténtica de la palabra. A fin de cuentas, como Artaud, Alejandra no hizo más que combatir agónicamente contra su silencio, su abismo, su vacío hasta el final de sus días.

“en mí hay una ausencia autónoma hecha de lenguaje. No comprendo el lenguaje y es lo único que tengo. Lo tengo sí, pero no lo soy. Es como poseer una enfermedad o ser poseída por ella sin que se produzca ningún encuentro porque la enferma lucha por su lado –sola— con la enfermedad que hace lo mismo. [...] Este silencio de las palabras que me invaden, de las que digo y escribo, es el horror, el vértigo, el dolor en su estado más puro” (325).



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