Mi biblioteca | Flor

Libros nuevos, usados, marcados, tachados, subrayados, sin leer, releídos, regalados, heredados, de infancia o adolescencia, tiernos, amables, dulces, maestros, incómodos, perturbadores, breves, extensos, poéticos, seductores, cautivantes, profundos, musicales... En fin, soy Flor y lxs invito a asomarse y chusmear un poquito de mi “biblioteca”.

Y sí, “biblioteca” no accidentalmente entre comillas: se me hace difícil pensar a esta masa amorfa de textos heteróclitos y dispersos por todo el hogar como un conjunto uniforme, homogéneo, pasible de ser organizado. Cuando se trata de literatura, reniego bastante de las clasificaciones y encasillamientos según tal o cual criterio... eso dejémoslo para las ciencias duras y su obsesión por las taxonomías.

Entonces, para conocer este (no) intento de biblioteca, voy a ir mostrándoles algunos de los espacios de la casa que los libros eligieron habitar, donde se fueron amontonando y acomodando a su gusto con el correr de los años.

Los títulos que más leo y releo —esos textos a los que todxs lxs lectorxs tercamente volvemos una y otra vez por las inscripciones con que nos han marcado de por vida— los guardo bien cerca mío, en las repisas de mi habitación, para tenerlos a mano en mis raptos de locura. Y entre ellos, hay de todo: clásicos universales (tradicionales obras griegas y las grandes novelas decimonónicas rusas, inglesas y francesas), literatura española y latinoamericana, y sobre todo, mucho de nuestro país (tanto narrativa como poesía, contemporánea o antigua). Acá, ya se asoman algunas de mis obsesiones: el universo de Alicia, lxs rusxs, Pizarnik y Cortázar.

Una segunda zona tiene que ver con la literatura más ligada a la sentimentalidad y mis primeros pasos como lectora: aquellos libros que me acompañaron durante la infancia y adolescencia, obras breves (a veces, no tanto) a las que no puedo evitar mirar con cariño y el corazón enternecido... María Elena Walsh, Pescetti, las sagas de Lewis, Harry Potter, las colecciones de las editoriales Cántaro y Norma son tan sólo algunos de los nombres que brillan en este estante.

Por otro lado, gran parte de esto que pretendo (no) llamar “biblioteca” está compuesta por ejemplares heredados. Hay literatura traída por mi madre y textos teóricos (de psicología, filosofía, historia o sociología) que fueron regalos de una vecina.

 

El último rincón de montoncitos textuales creo que es el más insólito y heterogéneo de todos. Este precioso recoveco del living me gusta pensarlo como un patchwork de fragmentos muy diversos, provenientes de las más alejadas zonas del mundo de la ficción. Hay ilustrados, libros sobre música, grandes clásicos (otra vez) y colecciones de literatura argentina, Agatha Christie y Cortázar. Ubicados uno junto al otro sin una línea en común, sin motivo aparente... pero, como dijo una de mis compañeras, así como a las plantas, hay que respetar el lugar en donde los libros decidieron caer.

Con esta pequeña inmersión entre mis estantes, les he abierto una puerta a mi hogar y a uno de las aspectos más íntimos de cualquier lector, porque, siguiendo a Borges, “De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”.



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