El desapego es una manera de querernos | Selva Almada

Ficha técnica

Título: El desapego es una manera de querernos.
Autora: Selva Almada.
Editorial: Literatura Random House.
Formato: Tapa blanda.
Año de edición: 2015.
Páginas: 291.

Sinopsis

Dispersos o inhallables, estos relatos dan nuevo acceso a la literatura de Selva Almada, conocida por crónicas y novelas varias veces traducidas, elogiadas por la crítica y celebradas por los lectores.

Las siestas y los arroyos, los cardos y las máquinas, los caminos del litoral argentino. El calor. Compañeros, hermanos, abuelas, padres, amantes, amigos. Y, entre todos ellos, los códigos tácitos que revelan el carácter de los vínculos que los unen o los diálogos que los consientes y transforman, pero que sólo una autora de su talente permite que se escuchen cuando se los lee. En El desapego es una manera de querernos, Almada despliega toda la original potencia de su prosa.


Opinión personal

¿Cómo describir la prosa de Selva Almada? Un problema: no es algo posible de explicar, de hacer entender sin haber atravesado esa experiencia por uno mismo, la experiencia de leer la literatura de Selva Almada. Intensa, profunda, íntima, táctil. Se filtra por los ojos, comienza a sentirse por la piel. Porque sí, podríamos traducirlo así: leer la literatura de Selva Almada es una experiencia corporal. Nos toca, nos desestabiliza.

Con sus veranos húmedos y sus arroyos frescos, sus infancias nostálgicamente felices y su contacto directo con la muerte, la inocencia aniñada y el desenfreno cruel, el desamparo del luto y el goce del sexo, se construye un verdoso imaginario rural sobre el litoral argentino, recortado entre los cuatro lados de alambrado del terreno familiar.

Se repiten lugares, personajes, temas, escenas. La circularidad es el hilo que cose entre sí estos relatos que encontramos en El desapego es una manera de querernos, en medio de un laberinto cuyas vías van y vienen infinita y cíclicamente. La niñez en contacto con la naturaleza es el mayor objeto de obsesión textual:

“Los niños teníamos un mundo propio, hecho con la materia de las siestas y los juegos, pero también de la resaca melancólica de los cumpleaños, las fiestas familiares, los recreos; el tedio de las visitas forzadas a casas de parientes lejanos; el asco que nos provocaban los besuqueos de mujeres extrañas con olor a cosméticos y a tintura para el cabello; la vergüenza de los atuendos ridículos [...]; la resistencia que oponíamos a relacionarnos con otros niños para no darles el gusto a madres, tías o abuelas: entre niños se entienden, decían, los niños con los niños, la mesa de los niños, la vajilla de los niños... como si todos fuésemos iguales por el simple hecho de ser niños” (47).

Un mundo luminoso de espaldas al mundo de los adultos;
“sin embargo aquello afloraba por debajo de las puertas cerradas de los dormitorios; las discusiones a media voz, las miserias escupidas en la cara, las traiciones latentes en el silencio de la sobremesa. A veces el mundo de los grandes nos arrancaba del nuestro" (48).
El crecer como resultado de atravesar el dolor. Con la llegada de la adultez, ver derrumbarse ese espacio donde actuar el rol de Mogwli todavía podía elegirse. Ahí aún estaba permitido meter los pies descalzos en el agua barrosa, subirse al árbol del vecino para robar higos o moras, molestar a la abuela sólo por aburrimiento, tomar la merienda mirando dibujitos, escaparse de la siesta para ir a jugar.

Todo confluye en la familia y las diversas formas de vincularse. Hallamos innumerables conflictos, discusiones, secretos, incomprensión, violencia, indiferencia. Y a esto se le suma una descripción hipersensorial del mundo y un cuidadoso trabajo con el detalle que me han vuelto dificultosa la tarea de elegir una única cita:

“Vero siente la mano pequeña y tibia apoyarse en su coronilla, los dientes plásticos del peine metiéndose despacio entre su pelo, bajando hasta donde termina y subiendo de nuevo, todo con mucha suavidad y cuidado. Los primeros minutos se queda con el cuello tieso, mirando al frente como si estuviese en la peluquería y estudiara los movimientos de su peinadora en el espejo. Después se afloja y siente ganas de llorar” (195).

El trazo de la pluma de Almada puede dejarnos sin palabras. Simplemente notemos que la acción puntual y banal de cepillar el pelo, al recortarse en trocitos, desgranándose, desmenuzándose, produce una sucesión de flashes de múltiples instantáneas que, al tocarnos con el estremecimiento sensorial que provoca el peine dirigiéndose desde las raíces hacia las puntas, nos moviliza tempestivamente.

El desapego es una manera de querernos es una de las mejores experiencias lectoras que tuve el agrado de atravesar en toda mi vida. Al abrigo del calor de una mano escritora, estos relatos nos llevan a través del verde entrerriano, con sus ríos y lluvias húmedas, para regalarnos y devolvernos un poquito de la cotidianidad libre de la infancia.



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