La condesa sangrienta | Alejandra Pizarnik

Ficha técnica

Título: La condesa sangrienta.
Autora: Alejandra Pizarnik.
Editorial: Libros del Zorro Rojo.
Ilustraciones: Santiago Caruso.
Formato: Tapa blanda.
Año de edición: 2015.
Páginas: 57.

Sinopsis

En 1611 la condesa Erzébet Báthory fue condenada por el asesinato de seiscientas cincuenta jóvenes. Marcada por la perversión y la demencia, la Dama de Csejthe ha pasado a la historia como un emblema del mal absoluto. En sus crímenes se vislumbran los límites últimos del horror.

Con La condesa sangrienta, Alejandra Pizarnik alcanzó una de las cimas de su literatura, elaborando un retrato perturbador del sadismo y la locura. Santiago Caruso ha sabido recrear con sus magníficas estampas no sólo los pormenores de la historia, sino también los atroces sentimientos que la gobiernan.


Opinión personal

Coqueteando con el surrealismo y el psicoanálisis, pero siempre en el linde, se erige la obra de Alejandra Pizarnik, una de las más influyentes escritoras de nuestra literatura, más ampliamente reconocida por su poesía, de un estilo profundamente íntimo. Si bien el volumen de su prosa es menor, no debemos deducir de ello un deterioro en la calidad: muy por el contrario, su trabajo narrativo es meticuloso y se encuentra inevitablemente articulado con el lenguaje y las figuras poéticas, con los que se conforma el universo pizarnikiano, melancólico, desdoblado, místico.

Dentro de su producción prosística, La condesa sangrienta toma un personaje histórico real, la condesa Erzébet Báthory, y lo inscribe en un mundo medieval, sexual, nocturno y abyecto. Se divide en doce apartados, todos encabezados por un epígrafe que funciona a modo de clave de lectura de lo que se desarrolla a continuación, de los cuales el último (en “Medidas severas”) es particularmente interesante ya que retoma a Sade, con quien se relaciona la temática central de toda la obra. El eje del texto es, en efecto, el erotismo sádico, pero embebido en una ambivalencia constante: la tensión del cuerpo entre el goce y el dolor y entre la belleza y la mancha, el sujeto desdoblado en la apatía melancólica de la contemplación y el desenfreno de la violencia, la constitución del espacio a partir del límite entre el adentro y el afuera, la palabra polarizada en el grito o en el silencio.

De este modo, la figura de la condesa es construida a partir del goce y de la crueldad: replegada en su castillo, realiza ritos sacrificiales de jóvenes vírgenes, con cuya sangre se baña luego del desgarro, la flagelación, el corte, la incisión en la carne, la presión en la llaga, a veces oficiando de verdugo, pero muchas otras participando como simple observadora, cuya mirada es deseante. Detengámonos un momento en una de las descripciones de estas ceremonias cuasi sagradas:

“Dorkó se aplicaba a cortar venas y arterias; la sangre era recogida en vasijas y, cuando las dadoras, ya estaban exangües, Dorkó vertía el rojo y tibio líquido sobre el cuerpo de la condesa que esperaba tan tranquila, tan blanca, tan erguida, tan silenciosa” (45).

En esta escena se condensan las oposiciones que se reiteran a lo largo de la obra: impasible ante el horror, en un trance silencioso frente a los gritos de las víctimas, Erzébet aguarda la corrupción de la blancura impoluta de su cuerpo, la mancha de la pureza que dispara el deseo gracias a la transgresión de lo prohibido. En este sentido, la frialdad sádica es fundamental para el desencadenamiento erótico: la condesa, sentada en su trono, es quien mira torturar y oye gritar, sin compasión; y aún más, “riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno” (18). Muy próxima a la teoría del erotismo de Georges Bataille, Pizarnik propone aquí una concepción del deseo como violencia, como crisis del sujeto, como desenfreno, como exceso (que será simbolizado por lo monstruoso y lo vampírico), rozando la muerte:

“el desfallecimiento sexual nos obliga a gestos y expresiones del morir (jadeos y estertores como de agonía; lamentos y quejidos arrancados por el paroxismo). Si el acto sexual implica una suerte de muerte, Erzébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo” (20-21).

Es decir, el goce se produce gracias a este riego del desborde animal y la violación, de la hendidura en el cuerpo del otro. Pero, ¿por qué la condesa lleva la profanación hasta tal extremo? El propio texto nos ofrece la respuesta: la causa es la melancolía. El sujeto melancólico, en un estado de posesión demoníaca, se encuentra desdoblado entre un adentro (monótono y silencioso) y un afuera (enérgico y vibrante) que debe conciliar:

“los placeres sexuales, por ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería de ecos y de espejos que es el alma melancólica. Y más aún: hasta pueden iluminar ese recinto enlutado y transformarlo en una suerte de cajita de música con figuras de vivos y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente. [...] Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. [...] Pero por un instante –sea por una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia–, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes” (35).

Es decir, la condesa sólo podrá romper con la apatía melancólica y contemplativa de su interioridad gracias a ese instante de extrema profanación, de arrebato, de intenso desbordamiento que conllevan la vejación del cuerpo de la víctima que se ofrece en sacrificio para acceder a esa cadencia desbocada del exterior, que lanza fuera de sí –sólo por un momento– al yo solitario, llevándolo al desmayo, al desfallecimiento.

Partiendo de una leyenda popular y con un brillante manejo descriptivo, Pizarnik nos regala una obra poéticamente perturbadora y embriagante, fuertemente marcada por los elementos de su universo literario, que nos transporta al laberinto de los castillos medievales y nos obliga a no despegar los ojos del papel. Sumado a esto, la edición ilustrada de Libros del Zorro Rojo (con imágenes negras –la noche–, blancas –la piel impoluta a corromper– y rojas –la sangre que mancha y desencadena el placer–) capta a la perfección este ambiente perverso, sensual y amenazante que se sostiene por un “suspenso en el exceso del horror, una fascinación por un vestido blanco que se vuelve rojo, por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una belleza inaceptable” (56).



Comentarios

  1. Hola! No leí nada de la autora, pero con lo que contás, me llama muchísimo la atención esta historia. Sobre todo si es de Zorro Rojo, que tiene ediciones preciosas. Tal vez aproveche la Feria del Libro para ver si lo consigo porque suena super interesante. Besos desde Entre Muros de Papel !

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